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Queridos hermanos,
celebramos la Jornada por la vida un año más en la fiesta de la Anunciación del Señor, cuando el que es la Vida se encarnó en el seno de la Virgen María. Estamos viviendo, sin embargo, este día de esperanza en circunstancias extraordinarias y críticas, causadas por el contagio del nuevo coronavirus Covid19, que afecta a toda nuestra sociedad.
La amenaza de la pandemia nos ha hecho detenernos a todos y quedarnos en casa, muy atentos al valor de la vida, la propia, pero también la de nuestros seres queridos, realmente amenazada por la enfermedad, como la de tantas otras personas con las que convivimos de manera más o menos cercana.
En esta situación, quisiera afirmar ante todo nuestra certeza principal: la vida es un don de Dios, es un bien inmenso que, puesto en las manos de nuestro Padre, está al seguro. Dios es el Señor de la vida, ha querido demostrárnoslo resucitando a Jesús de entre los muertos; y desde entonces nosotros hemos sido liberados del miedo a la muerte.
Nuestro Dios, Creador y Padre, es más grande que todo y en sus manos nos encomendamos. Volvamos nuestro corazón a Él, hagamos memoria de su amor misericordioso, y no nos dejemos guiar por el miedo; que no nos paralice la puesta en cuestión de las evidencias acostumbradas de nuestra vida cotidiana, ni la incertidumbre sobre las perspectivas de futuro. Sabemos que la promesa de la vida, hecha por el Señor, es cierta y digna de toda confianza; fiados en Él, no rehuyamos los desafíos.
En estos tiempos difíciles contemplamos con gratitud muy grande el esfuerzo de quienes arriesgan incluso la salud por cuidar, por sanar, por atender a las personas gravemente enfermas por este virus; en primer lugar, por supuesto, el personal sanitario. Y agradecemos también la solidaridad profunda de tantos en nuestra sociedad, que respetan las normas establecidas, a pesar de problemas e incomodidades, que luchan por poner su granito de arena para contener la expansión del virus.
Estamos defendiendo la vida con todos los medios científicos y técnicos de que disponemos, y con todas las fuerzas, con la entrega, el sacrificio, la premura en la atención de muchos; pero también con un redescubierto sentido del bien común y con la solidaridad constante de nuestra sociedad.
Por eso, por el profundo contraste con estas actitudes que provocan hoy nuestro aplauso, no puedo evitar recordar que ahora mismo también está presentado en nuestro Parlamento –aunque su funcionamiento normal esté paralizado– un proyecto de ley de la eutanasia.
Porque, ante el espectáculo impresionante de las personas necesitadas de cuidados, de las UCI a veces colapsadas, del esfuerzo inmenso por atender a los más graves, ¿no estamos todos conmovidos y agradecidos a quienes arriesgan su salud y entregan todas sus energías para curarlos? ¿no compartimos todos la compasión, el dolor de corazón de no poder atender o al menos estar al lado de un ser querido en momentos semejantes? ¿no estamos ciertos de que no podemos abandonar a nadie, de que es una derrota muy dolorosa tener que dejar sin cuidados adecuados a uno solo? ¿quien, de los que afrontan este desafío grave de la enfermedad, no ha sido querido, no es nuestro hermano, no es hijo de Dios? ¿podemos dejar atrás a alguien, pudiendo evitarlo?
Toda la experiencia de estos días, ¿no es una invitación fortísima a potenciar nuestro sistema sanitario, para que pueda cuidar y atender a todos hasta el final? ¿no parece hoy ser ésta una obligación elemental, en la medida de nuestras posibilidades? Por tanto, ¿no estamos llamados muy claramente a desarrollar en adelante todos los “cuidados paliativos”, para acompañar los últimos pasos de nuestros seres queridos?
Parece hoy muy claro que antes de ninguna “ley de la eutanasia” es urgente una “ley de cuidados paliativos”. ¿Cómo podríamos aprobar la eutanasia sin haber hecho antes todo lo que está en nuestras manos para cuidar a nuestra gente? De otro modo, ¿a cuántos no estaríamos haciendo verosímil y de algún modo deseable la muerte, precisamente porque no nos esforzamos en atenderlos, no les ofrecemos lo que nuestros medios actuales pueden hacer, no pueden percibir en nosotros cercanía y aprecio real, la solidaridad de la sociedad?
Más allá de todo debate sobre las diversas comprensiones del hombre y de su libertad, no podemos correr el riesgo de sacrificar de hecho a muchas personas; el triunfo de ninguna ideología, ningún proyecto de gobierno vale ese precio.
Por otra parte, como cristianos, nosotros sabemos con certeza lo que todos de algún modo pueden decir: cada persona es digna, no podemos abandonar a ninguna. Creyendo además que la vida es don de Dios, que está llena de valor y grandeza siempre –porque en ella late el corazón de la persona–, el cristiano no puede considerar nunca un bien moral el suicidio o la eutanasia.
Que esta Jornada de la vida nos ayude a guardar como un tesoro, conseguido a muy caro precio, las enseñanzas que nos aporta la experiencia que estamos viviendo en esta grave crisis sanitaria y social.
Que tantísimos gestos de bien, que tanta solidaridad, entrega y sacrificio, no quede sin hacer crecer también nuestra conciencia, dándonos certezas personales, muy fundadas y profundamente razonables, que conserven lo mejor de los sentimientos de estos días.
Una certeza entre otras podemos guardar: ¡qué grande es el don de la vida, qué rico de bienes –que ahora echamos de menos, desde el abrazo cariñoso a todas las bellezas de la naturaleza–, cómo no podemos despreciarlo nunca, cuánta riqueza de humanidad ha significado para nosotros –y para nuestra sociedad– defenderlo ahora con todas nuestras fuerzas!
Que esta conciencia no desaparezca pasada esta crisis, ahogada quizá en argumentos ideológicos y propaganda, que pueden alejarnos de nuestra propia experiencia vital. Que seamos capaces de sacar conclusiones, de defender la vida en todos los ámbitos, de seguir acompañando hasta el final, paliando los sufrimientos, luchando contra la muerte.
Como cristianos, demos gracias a Dios por el don de la vida, cuidándola siempre, y por la esperanza de la victoria pascual, de la victoria sobre el mal y la muerte a la que estamos llamados; por el amor inmenso con el que el Señor Jesús nos abrió el camino de la vida eterna.
Y pidamos al Señor crecer siempre en conciencia y en caridad verdadera. Apreciemos nuestra fe y apreciemos el amor al prójimo, decisivo y definitivo para la vida humana, nacido de la fuente inagotable del amor de Dios.
Que Él nos guarde a todos, nos dé vida abundante ahora, para cumplir nuestra misión, y la alegría de compartir un día la vida sin fin.
Con mi afecto y bendición
+ Alfonso, Obispo de Lugo
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